«No me Llames por Teléfono ni me Mandes un E-mail»

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Los mensajes de correo electrónico son cada vez menos populares entre la juventud que se incorpora al mercado laboral, pero su preferencia por la mensajería instantánea también crea problemas, según El Pais.

Si la famosa máxima de Marshall McLuhan, “el medio es el mensaje”, nunca se agota, es porque continuamente surgen nuevos medios (últimamente, casi prótesis o extensiones tecnológicas de nuestro pensamiento) o varía la relación que mantenemos con los que llevan décadas asentados. Por ejemplo, está más que documentado que buena parte de los nacidos a partir de 1981 tienen fobia a las conversaciones telefónicas. Quienes evitan las llamadas lo hacen porque las consideran una molestia que interrumpe y coloca al receptor en una situación vulnerable, así que prefieren comunicarse mediante mensajería instantánea.

Últimamente, además de esa “ansiedad telefónica”, se están detectando cambios en el uso del correo electrónico. En el último Foro de Davos, Anjali Sud, directora ejecutiva de Vimeo, aseguró que es un formato “anticuado” y que ya ha llegado a las oficinas una generación (la Z, los nacidos desde 1997) que se resiste a abrir su bandeja de entrada. Algunos profesores confirman la tendencia, asombrados porque sus alumnos usan los mensajes privados de Instagram para contactar con ellos y discutir cuestiones académicas.

De modo que si el medio es el mensaje, cualquier correo electrónico avisaría de que su autor es mayor de 25 años y renuncia a la inmediatez de otros canales. Además, especialmente tras la pandemia, los cambios han alcanzado el contenido de los correos, alterando los recursos que, en su interior, expresan simpatía, respeto o gratitud.

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Nuevas fórmulas, vieja cortesía

Con las relaciones epistolares en baja, a la hora de redactar un correo de trabajo todos tenemos claro cuál es la información que deseamos transmitir y, en principio, sabemos hacerlo. Las dudas siempre llegan a la hora de envolverla. “No hay normas escritas o protocolos sobre cómo saludar o despedirse”, explica Raquel Hevia, consultora de Recursos Humanos y formadora de ejecutivos. “Se tiende a buscar la cercanía tanto con los compañeros como con los clientes. Queremos establecer relaciones basadas en la confianza, así que lo habitual es usar un lenguaje lo más llano posible”.

Aun así, ni en el encabezado del mensaje, ni en la despedida o en la firma, hay margen para muchas innovaciones indica Cristian Fernández, lingüista computacional. Si la verdadera información se encuentra en el cuerpo central del correo, las expresiones a su alrededor resultarían, de nuevo según Fernández, “totalmente prescindibles desde un punto de vista semántico, pero no tan prescindibles si atendemos a su pragmática, la parte de la lingüística que presta más atención al valor social de los mensajes. Escribir ‘gracias y un saludo’ equivaldría a no llevar pantalones cortos a una reunión presencial”.

Supongamos que hemos acudido a la reunión con los pantalones adecuados, es decir, hemos resuelto el encabezado y la despedida con elegancia. Hasta hace poco habría sido suficiente y puede que siga siéndolo, puesto que Hevia afirma que “todo depende de la confianza que tengas y, sobre todo, de la que quieras tener”. Pero los trabajadores más jóvenes no siempre saben manejar esa confianza y se enfrentan al síndrome del impostor o a su propia inexperiencia. En esos casos, es muy probable que se sientan inseguros al redactar y usen signos de exclamación (casi una marca generacional) para restar agresividad a sus demandas. Leti Rodríguez, responsable de comunicación de Moritz y autora de la newsletter Cinco Puntos, explica que estas exclamaciones pueden resultar contraproducentes: “Tengo una particular batalla contra el exceso de exclamaciones. Una está bien, transmite entusiasmo, pero más de dos transmiten un nerviosismo desesperado y dan al texto un toque infantil innecesario”.

En el otro extremo, también alejados del sano equilibrio del que hablan los expertos, están quienes contestan con un simple “ok”. Esta repuesta tan habitual (y lacónica), normalmente enviada por un jefe que se da por informado, también se carga de sospechas y connotaciones negativas cuando el receptor es joven. “Lo he comentado con personas mayores y para ellos es completamente normal, pero a mí me deja mal cuerpo. Si algún día respondo con un ‘ok’, podés tener claro que estoy enfadada”, asegura Leti Rodríguez. Cristian Fernández añade que una respuesta tan cortante o seca podría surgir de manera natural cuando “el hilo de correos se alarga y se asemeja a una conversación de chat; entonces la función fática va desapareciendo por la propia urgencia de la situación”.

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Transmitir urgencia, afrontar la espera

La jornada laboral de miles de trabajadores depende de la respuesta a un correo recién enviado. Y, a veces, la espera se alarga, las horas parecen bloqueadas y crece la ansiedad. “Deberíamos tener un plan: ¿puedo avanzar por otro lado o trabajar paralelamente? Si dependés tanto de esa respuesta, tal vez haya faltado anticipación”, señala Hevia. Pero en ocasiones no hay escapatoria, así que lo mejor es evitar exponerse a estas esperas: “No hay que dar nada por hecho”, continúa la consultora. “Para hacer ver la importancia de un correo, tiene que haber una petición explícita y tenemos que dar información sobre nuestras expectativas de respuesta. Cuando vinculamos las acciones y resultados a su impacto es cuando realmente transmitimos su importancia”.

Eso sí, por más que queramos sortear estos retrasos,jamás debemos enviar un correo e inmediatamente llamar por teléfono, algo que, otra vez en palabras de Hevia, es demasiado frecuente: “Si decidiste que el correo sea tu canal, lo mínimo es dejar un tiempo de respuesta, no podemos atacar por todos los frentes simultáneamente”.

Y si, transcurrido un tiempo razonable, la respuesta continúa sin llegar, ¿podemos recurrir a otros canales como redes sociales personales o WhatsApp? “No hay una única fórmula para insistir. Depende mucho de la cultura de la organización. Hay empresas en las que está completamente prohibido escribirse por WhatsApp o hacer llamadas a partir de cierta hora”. Por su parte, Rodríguez cree que nunca se debe dar el salto a cuentas personales, algo que considera intrusivo, molesto e ineficaz: “Si tras varios correos no recibimos respuesta, quizás elevaría el tono y diría algo como: ‘¿Necesitás ayuda para darme respuesta?’ o ‘¿puedo hacer algo para tener esta información?”.

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Cruelmente eufóricos: entusiasmo y disponibilidad

Buena parte de los fenómenos analizados son resultado de un mercado laboral que no solo exige eficacia y dedicación a los trabajadores, sino que también reclama (bajo la amenaza de perder los pequeños espacios conquistados) que exhiban pasión y entusiasmo por lo que hacen. Remedios Zafra y Eudald Espluga describen en sus respectivos ensayos, El entusiasmo No seas vos mismo, estos universos dominados por las narrativas del éxito y el esfuerzo. Si la primera habla de “cuartos propios conectados” para referirse al despacho (a menudo también dormitorio) desde el que el profesional se comunica, Espluga acuña la expresión “jaulas de purpurina”.

Las relaciones laborales se parecen cada vez más a las personales, y, en los dos casos, “estamos interpelados por demandas constantes de tiempo y de presencia que resultan agobiantes. Esas demandas no solo nos esclavizan, sino que debés atenderlas con un júbilo exultante”. Lo expone la psicóloga y terapeuta Adriana Royo, autora de numerosas publicaciones sobre la intersección entre capitalismo, tecnología y psiquiatría. “Debés emprender, entusiasmar al otro, ser un chute de ánimo y dinamismo, como lo llama [la crítica literaria y cultural] Lauren Berlant. Hay que atender cada demanda con un optimismo cruel”.

Todas estas presuntas obligaciones han dado lugar a expresiones como “¡Seguimos!”, una exhortación que se coloca junto a la firma de un correo y, en principio, es una muestra de optimismo que anima a perseverar. “Los mensajes que se envían en el entorno laboral siempre buscan aumentar la productividad, por lo que detrás de cada frase expresiva es lógico pensar que hay esa intención”, aclara Fernández. “En casos como ese se busca que la persona que lo recibe se sienta más ligada, casi de forma familiar y sentimental, a la empresa. Esto alejaría progresivamente el mensaje de la función fática para acercarlo a la expresiva”.

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Royo considera que estas dinámicas pueden conducir a la depresión ansiosa (“un cuerpo agotado en una mente sobreestimulada”). También recuerda que el lenguaje más amable puede esconder explotación y violencia, y cita al filósofo Boris Groys: “Nuestro sistema económico trata a la población como si fuera una fuente de energía renovable”. ¿Y si, aunque sea ligeramente, tratás de bajar el ritmo o rebajás el nivel de ardor productivo? “Si te ponés demasiado seco o poco emotivo parece que no estás suficientemente interesado y pueden valorarte negativamente. Tenemos que mantener unas fachadas cruelmente eufóricas”.

El teórico Mark Fisher escribió que una llamada al callcenter de una gran empresa es la experiencia que mejor caracteriza nuestro sistema económico. Hace años que estas llamadas terminan con un automatismo que nos invita a puntuar al teleoperador que nos acaba de atender. Es difícil escapar a la sensación de que cada proceso comunicativo, especialmente en el ámbito laboral, es una evaluación. Cada día desarrollamos nuevas estrategias para superarlas, pero, como concluye Royo: “Lo bonito sería romper el abismo entre vos y el otro y mostrar nuestra vulnerabilidad, compartir nuestro malestar y crear un espacio en el que ayudarnos contando nuestras experiencias con el cansancio, el miedo o el dolor. Exponernos y reírnos tanto de todas estas demandas, como de nosotros mismos, que no llegamos a todo”.

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